Evangelina’s Vacation

Las Vacaciones de Evangelina

Iba el gran bus amarillo restregando las puntas del zacate que sale de la orilla de la carretera. Los cercos de las fincas por donde va pasando el bus siguen alineados deteniendo los hilos de alambre y alguno que otro poste que ya retoño y se hizo un árbol. La lluvia había mojado algo el terreno y en la carretera quedaban algunos charquitos de agua que las ruedas del bus, al pasar encima, como si fuera algo que aplastaban, salía pringando el agua a los lados.

El paisaje era como cualquier otro, solo que las nubes después que pasa así, un rato de lluvia, quedan como copos blancos llenando casi todo el pedazo de cielo que se ve por delante, a través del vidrio del bus.

Los pasajeros se iban durmiendo y algunos, con la cabeza ladeada, veían para afuera el paisaje revisando una y otra cosa y dándole a la cabeza cierto vaivén que también lo hacían por el movimiento del bus. El hombre que iba manejando, apoyó la mano sobre la palanca de los cambios, mientras alzaba la cabeza viendo al frente porque había divisado a alguien parado junto a un árbol alto que estaba a la salida del pueblecito de la Granadilla, que quedaba a la orilla de la carretera. A medida que se fue acercando, el bus aminoró la velocidad y el hombre metió el cambio, sonando un poco la armazón del bus que se tambaleó algo mientras empezaba a pararse junto a la carretera, y una muchacha, que era la que estaba allí esperando, con la mano le hacía señas para que se detuviera. Se paró el bus y el conductor empujó para arriba la manigueta haciendo que la puerta doblara sus piezas plegadizas y se abriera. La muchacha se agarró del brazo del primer asiento y subió al interior del bus, apareciendo ante los ojos de los pasajeros como un nuevo detalle del paisaje.

Era ella una muchacha alta, con los ojos grandes, morena y el pelo lo llevaba suelto; andaba con una bolsa grande guindada de uno de sus hombros y la bolsa traía un pañuelo floreado amarrado por fuera.

No había sitio allí cerca, más que un asiento al lado de otro, donde venía sentado un joven.

El bus volvió a seguir su rumbo por la carretera. Los pasajeros se fijaron en la muchacha que se acomodó en ese asiento de adelante y, después, cada quien se desatendió de ella y volvieron a eso de ir viendo a un lado y al otro de la carretera.

El muchacho joven que iba en el asiento de la izquierda, también la veía a la muchacha cuando miraba él para ese lado, pero en seguida cambiaba la mirada al otro lado, y, ella hacía lo mismo; de tal manera, que había un momento en el cual la mirada de los dos tenía que encontrarse y después separarse.

El joven pensó, viéndola a ella… —¿para donde irá esta muchacha? —, y ella pensó, —Ah, cómo quisiera yo ir bien lejos—..

—Tal vez— pensó él— va para la frontera.

—…pero no voy— pensó ella— ni siquiera a la frontera. Me voy a tener que quedar allí  nomás.

—Ha de ser que anda paseando por aquí.

—Ando de vacaciones.

—Se ha haber bajado en Rivas o en San Jorge.

—No me quise bajar ni en Rivas ni en San Jorge; me gusta más un pueblecito como Sapoá.

—Le ha de gustar, tal vez, un pueblito como Sapoá… y, tal vez, allí se va a bajar.

—En Sapoá me voy a bajar.

Un momento la mirada de ella se detuvo con la mirada de él, pero en seguida volvieron a lo mismo: ver para un lado y para el otro lado; sin embargo, él se fijó que la muchacha era hermosa, por lo menos le notó el cuello largo y las mejillas limpias y frescas como frutas.

—Es hermosa, —pensó él.

Ella no pensó nada porque la distrajo otro automóvil que venía pitando atrás.

—Tal vez va a Sapoá a ver a algún familiar… alguna tía de ella, quién sabe…

—Hace tiempo que no veía a mi tía María…

—¿Adónde será que vive en Sapoá la tía de ella…?

—Aquí traigo apuntada la dirección de la casa de mi tía: “de la última casa de madera, recto para el lago, una casita con jardín”.

Pasó lo más una hora, cuando ya estaban cerca de Sapoá. El conductor gritó…! Sapoá…!, y volteó la cara para donde ella — Ud., se queda en Sapoá…? — Si— dijo ella.

Al rato disminuyó la velocidad y el bus se fue orillando frente al pueblito de Sapoá, saliéndose el bus un poquito sobre la grama para quedar fuera de la carretera.

Había varias personas esperando el bus; y ventas y algunos muchachos con bateas con dulces y pan hornado.

Ella saludó a unas personas desde la ventanilla del bus, riéndose y, se levantó de su asiento pasándole el pago al chofer y después, agarrada del pasamanos del bus para bajarse, al darse vuelta volvió a ver la última vez al muchacho, en el momento que él también se levantaba y se venía para este lado del bus, para sentarse allí viendo a la gente.

—Aquí se queda ella… —pensó el muchacho.

—No importa —pensó la muchacha—; aunque hubiera ido yo hasta la frontera, lo mismo hubiera sucedido.

Una señora acompañada de un hombre viejo se acercó contenta a saludarla a ella. La mujer la abrazó con felicidad,

—¡Evangelina, hija…! —le dijo la señora. Ella se rió.

—Evangelina se llama, pues…— pensó él,  y se sonrió.

El hombre viejo se quitó el sombrero y la abrazó también.

El muchacho se distrajo un momento divisando a un hombre que se venía acercando al bus.

—¡Mateo…! —lo llamó—… adónde vas?

—Vengo a esperar aquí a un amigo que me va pasar recogiendo en su carro para ir a Alajuela.

—Yo también voy a Alajuela.

—Allá nos vemos pues…— dijo Mateo.

El bus empezó a moverse doblando un poco a la izquierda y se enderezó para coger recto la carretera.

—¡Adiós…! —le dijo el muchacho al otro.

—¡Adiós, Ricardo…! —le contesto el otro.

Entonces —pensó ella— Ricardo era, pues, como se llamaba, y se sonrió.